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DaniloAlberoVergara 12/9/2019 6:50:15 AM
DaniloAlberoVergara
Don Casmurro 13
Danilo Albero Vergara escritor argentino
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Tags literatura literatura latinoamericana literatura sudamericana literatura sudamericana Danilo Albero Vergara escritores argentinos escritores latinoamericanos narrativa latinoamericana
 
Literatura latinoamericana, relatos, ensayos literarios
 

Por si algún lector se entusiasmó con los capítulos anteriores, publicados en Don Casmurro 1, Don Casmurro 2, Don Casmurro 3,Don Casmurro 4, Don Casmurro 5, Don Casmurro 6Don Casmurro 7,y Don Casmurro 8, Don Casmurro 9, Don Casmurro 10, Don Cascurro 11, Don Casmurro 12, anticipo el 13 otra entrega con el Capítulo XVI.

 

XVI - El administrador interino.

 

            Padua era empleado en una repartición dependiente del Ministerio de la Guerra. No ganaba mucho, pero su mujer gastaba poco y la vida era barata. Además, la casa en la que habitaba, con buhardilla como la nuestra, aunque más pequeña, era de su propiedad. La compró con el premio gordo que le tocó en un medio billete de lotería, diez contos de reis. La primera idea de Padua cuando ganó el premio fue comprarse un caballo del Cabo, una joya con brillantes para su mujer, una bóveda sepulcral familiar a perpetuidad, además de mandar traer algunos pájaros de Europa, etc.; pero su mujer, dona Fortunata que está allí en la puerta del fondo de la casa, de pie, hablando con su hija; alta, fuerte, turgente, como su hija; la misma cabeza, los mismos ojos claros, dijo que era mejor comprar la casa y guardar lo que sobrase para poder acudir en épocas difíciles. Padua dudó mucho; finalmente tuvo que ceder a los consejos de mi madre, a quien dona Fortunata pidió ayuda. No fue la única vez que mi madre les ayudó; un día llegó a salvarle la vida a Padua. Lean; la historia es corta.

            El administrador de la oficina en la que Padua trabajaba tuvo que ir al Norte, en comisión. Padua, o por disposición reglamentaria, o por designación especial, quedó reemplazando al administrador en sus respectivos honorarios. Esta mudanza de fortuna le produjo cierto vértigo; fue antes de los diez contos. No se contentó con cambiar la ropa y la vajilla, se lanzó a hacer gastos superfluos, le regaló joyas a su mujer, los días de fiesta mataba un lechón, era visto en los teatros, incluso llegó a usar zapatos de charol. Así vivió veintidós meses en la creencia de un eterno interinato. Una tarde, entró en nuestra casa, afligido y desvariado, iba a perder el puesto porque aquella mañana había llegado el titular. Le pidió a mi madre que velase por las infelices que iba a dejar; no podía soportar la desgracia, iba a matarse. Mi madre le habló con bondad, pero él no atendía a razones.

  • ¡No, señora mía!, ¡no consentiré tal vergüenza! Rebajar a mi familia, volver atrás Lo que dije, ¡me mato! No voy a confesarle a los míos esta miseria. ¿Y los demás? ¿Qué dirán los vecinos? ¿Y los amigos? ¿Y el resto de la gente?
  • ¿Qué gente, senhor Padua? Olvídese de eso; compórtese como un hombre. Recuerde que su mujer no tiene a nadie más que a usted ¿y qué debe hacer? Pues ser un hombre ¡Sea un hombre, vamos!

            Padua enjugó los ojos y se fue a su casa, donde vivió postrado algunos días, mudo, encerrado en el dormitorio si no en el huerto, junto al pozo, como si la idea de la muerte insistiese en él. Dona Fortunata, lo reprendía:

  • ¿Joãozinho, tu eres un niño?

            Pero, tanto lo oyó hablar de muerte que tuvo miedo, y un día corrió a pedirle a mi madre que le hiciese el favor de salvar a su marido que se quería matar. Mi madre lo encontró en el borde del pozo y lo intimó a que viviera. ¿Qué locura era aquella de que iba a ser un desgraciado por causa de un salario menor, por perder un cargo interino? No señor, debía ser hombre, un padre de familia, imitar a su mujer y a su hija Padua obedeció; confesó que hallaría fuerzas para cumplir la voluntad de mi madre.

  • Por voluntad mía, no; es su obligación.
  • Pues que sea por su imposición, acepto que así sea.

            En los días siguientes continuó entrando y saliendo de casa, pegado a la pared, mirando al piso. No era el mismo hombre que estropeaba el sombrero cortejando al vecindario, risueño, con la mirada alta, incluso antes de la administración interina. Pasaron las semanas, la herida fue sanando. Padua comenzó a interesarse por los asuntos domésticos, a cuidar de los pajaritos, a dormir tranquilo por las noches y por las tardes, a conversar y a dar noticias de la calle. La serenidad regresó; detrás de ella vino la alegría, un domingo, con dos amigos que venían a jugar con los naipes y las fichas a jugar al tresillo. De nuevo se reía, bromeaba, tenía el aspecto acostumbrado; la herida sanó completamente.

            Con el tiempo se produjo un fenómeno interesante. Padua comenzó a hablar de la administración interina, no solamente sin nostalgias de los honorarios ni la humillación de la pérdida, sino incluso con vanidad y orgullo. La administración pasó a ser la hégira, desde donde contaba hacia delante y hacia atrás.

  • Cuando yo era administrador

            O también:

  •  ¡Ah, sí!, me acuerdo, fue antes de mi administración; uno o dos meses antes A ver, espere, mi administración comenzó Eso es, mes y medio antes; fue mes y medio antes, no más.

            O aún:

  • Justamente, ya hacía seis meses que yo administraba

            Así es el sabor póstumo de las glorias interinas. José Dias pregonaba que era la vanidad sobreviviente; pero el padre Cabral, que todo lo veía a la luz de las Escrituras, decía que con el vecino Padua se cumplía la lección de Elifaz a Job: “No desprecies la corrección del Señor; El hiere y cura”[1]

 

 

 

[1] Referencia a Job (Libros sapienciales); Job padece un sinfín de desgracias, es tentado por Satán y sometido a nuevas prueba para comprobar su fe, para ello Satán le cubre el cuerpo de una úlcera maligna. En ese estado es visitado por tres amigos: Elifaz, Baldad y Sofar. Ante las lamentaciones de Job, Elifaz responde con un largo discurso para culminar “Dichoso del hombre a quien Dios corrige: no desprecies pues la corrección del Señor. Porque él mismo hace la llaga y la sana; hiere y cura con sus manos”, Job: 5-17,18.





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